Cosas Sueltas

viernes, junio 17, 2005

A un año del gran evento

Mis queridisimos lectores:
 
Me dirijo a ustedes en el día de hoy para hacerles saber de la proximidad indiscutible de mi casamiento. En un año estarán siendo invitados a un gran evento de gala, donde en la puerta murita jura que repartirá trajes y corbatas y el que no las usa no entra.
 
 

Retumbó el timbre del teléfono, se asomó cual diva al balcón tras un elogio para cruzar miradas con un admirador. Le dijo a su hermana que tomara la cartera, preguntó quien llevaría las llaves. Destinó largos momentos a la búsqueda de un encendedor cubierto en rojo esmalte. Caminaron entre apresuradas y coquetas hacia la salida. Ya en la recepción del edificio abrió la puerta de vidrio. Saludaron al muchacho con un beso en la mejilla. Él intentó apresurarse a rozarle las pieles. Las capas subcutáneas se erizaban de disgusto. Rebosaba confianza en sigo misma, se mofaba de sus alrededores. Caminaron juntos hasta la Avenida, apresuraron el paso cuando flotaban en el aire charlas misóginas. Tal cual mula sudada las guiaba hacia un amigo, mujeriles y en su peo no fue un pleito el encuentro. 

El muchacho tocó el timbre de aquel departamento. Se hizo interminable la silenciosa y quiñada espera. El portón del edificio se abrió lento, caminaron femeniles y retraídas desertas de los hombres. El dueño de casa quería ir por cigarrillos.

El muchacho primero llevaba ocultando el pecho una chomba de piqué salmón, pantorrillas y tallos cubiertos por un jean.

Ella pensó que parecía este el afeminado de los dos. Le pareció que no sólo su hermana había escuchado el comentario. Estúpida y obtusa se lo comentó a los dos. Lo lamentó largo rato.

Tras adentrarse en el departamento del muchacho segundo fueron los gestos de piedra, evanescentes adornos en el sillón blanco. Blanquecinas florecillas confundidas en la blancuzca tela. Los muchachos conversaban entre sí, olvidándolas tal cual tallas de madera. Aún avergonzada decidió cerrar los labios. La soltura apoderose de su hermana cuando encontró un disco compacto que a ella le fascinaría ver en aquel cubículo. Recorrió el disco con las manos, aún lo miraba de reojo preguntándose si estuviera ella también siendo observada, y de qué manera. Le recorrió  infantil y envainada los claros y leves ondulados cabellos, el tono leve ladrillo de las pequillas, los indescriptibles verdecinos ojos, la recta nariz, el atuendo refractado en la luz.

Resolvió tras largo rato que él no se le acercaría. Su hermana bebió agua tónica y ella pitó un cigarrillo. Aparentaba concentración en la brasa, cuando breñosa ardía en intriga. Aniñada y en el juego pidió un paseo por la casa. Con un regusto de desprecio, él esparció un sí regurgitado. Quiso ella rehurtarse y no pudo, la cacería había comenzado. Él predicaba verdes, y ella quiso probar la cama. Tal cual reina de padros extendió sobre la nubarrada colcha las raices, entrecruzando las piernas lo invitó a su cama. Sensual en la jugada le acercó los labios resecos; recibió palabras.

El muchacho primero apareció tras el desnudado vidrio, fue un sainete la trama, la puerta repiqueteaba sádica y abierta. Se dirigió al muchacho segundo ahora tendido junto a ella en la cama. Apresurando el juego le advirtió que le quedaban tan sólo minutos antes de emprender su conjunto viaje. Ella vociferó otro comentario idiota evidenciando, como si hiciera falta, su interés por el muchacho segundo.

Posó su cuerpecillo sobre el de él, inclinó brusca e incauta la mandíbula, a un milímetro fueron postrados sus labios de los suyos. Y aguardó el beso. Sintió que había hecho ya demasiado. Los labios escarlata ascendieron bellos, fue el encuentro de las bocas una romanza y rocío, armoniosas las lenguas fueron un enriedo, tenues si bemol le embriagaron el paladar roído.

Se revolcaron contenidos en las prendas, fueron puercos y diamantes en el fango.

 

Caminaron entonces los cuatro hacia la esquina, ella intentaba tomarse de su mano, bendito en sus ojos no quisiera que se fuera, se prendía fuerte de los nudillos. Tal vez fuera la primera y ultima vez que lo viera. Ya en la esquina se abrazaron fuerte, los labios se rozaron en lascivia, en caricia.

-         No te preocupes que nos estamos viendo.

-         No me preocupo, me ocupo.

-         Bueno, ocupate.

 

Retomó junto a su hermana el camino vuelta a casa, los diminutos pies correteaban por la Avenida. Y preocupada, ella temió no volverle a ver.

  


 
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